lunes, 2 de noviembre de 2015

La timidez de los árboles

Andaba yo buscando inspiración para sacarme las penas en letras, cuando me tropecé con un artículo que me vino al pelo... Espero que les guste...


La timidez de los árboles


Hay una corriente científica que estudia un curioso fenómeno según el cual algunas especies de árboles muestran una conducta asociada a los humanos. Por lo visto, algunos bosques muestran un curioso aspecto en las copas, formando huecos o líneas huecas por donde entra la luz, dado que las ramas alteran su crecimiento para no rozarse.

Los humanos tenemos una forma de relacionarnos muy parecida. Muy a menudo formamos bosques de gente en masa que, aunque entrecruzan continuamente caminos y destinos, no se tocan, al menos donde importa, quedando solo a la vista el follaje superficial, y unas líneas invisibles que nos separan.

Algunos estudiosos de ese suceso defienden que esas “ranuras de timidez” son consecuencia de la búsqueda de luz, y que la alteración del crecimiento de unas ramas al acercarse a otras provocan esos surcos para dejar pasar la luz. Así se permite la nutrición de su hábitat, ya que si los árboles ocultaran la luz, sus raíces y troncos no recibirían la luminosidad necesaria para vivir, y su base física moriría poco a poco, por mucho que sus hojas alcanzaran alturas cada vez más altas.

Cuántas veces he oído la explicación de la falta de espacio, de la necesidad de soledad, para argumentar la negativa de unos a relacionarse, mezclarse o entrelazarse con otros, ya sea en forma de redes de solidaridad y apoyo, o en relaciones sentimentales. A menudo intentamos alcanzar las cotas más altas, sin preocuparnos de las raíces, y de forjar estructuras personales fuertes, que también nutran el bosque de nuestro alrededor. Cuántas veces me han rechazado por no ser el momento o el lugar, como si generara una sombra que ocultara el sol de otros. Cuántas veces incluso yo, sobre todo yo, me he aislado justificándome en la necesidad de recibir mi propia luz, o al menos, no proyectar mis sombras sobre otros.

Las teorías biológicas apuntan también al miedo de los árboles a la fricción como motivo para que las ramificaciones dejen de crecer, formando esos curiosos doseles con autopistas de aire entre ellos. Al parecer, el instinto de supervivencia hace que eviten ese rozamiento, así como que mantengan las distancias para evitar contagios de posibles plagas y enfermedades.

De nuevo me viene la idea a la cabeza del miedo a las rozaduras que provocan las relaciones, el amor en particular, o la vida en general. Cómo puede ser tan fiel reflejo un ser, en apariencia inmóvil, de los mayores miedos de los humanos, y el móvil que provoca la huida del roce entre cuerpos, o entre almas. Quizá alguno piense, con razón, cuán inteligentes son los árboles que evitan el roce, y qué sabio el generar una corteza dura y difícil de traspasar. Sin embargo, se pierde por completo la emoción de entrelazar los sexos y los cerebros, el cuerpo y el alma, con el de otros.

Y no sé si me da más esperanza el hecho que ese fenómeno de la timidez de los árboles se dé solo en algunas especies, y que otras se entrecrucen y produzcan mezclas, nudos y lazos, o ser yo uno de esos árboles tímidos que tienen miedo a las rozaduras y a no recibir sol, quedándome solo por miedo a contagios.

Fuente: http://elzo-meridianos.blogspot.com.es/2015/09/el-curioso-fenomeno-de-la-timidez-de.html

lunes, 3 de agosto de 2015

La sirena friolera


Aquí les dejo un cuento de verano, con deseos de primavera... Espero que les guste

La sirena friolera

Hacía tiempo que no me bañaba en esas aguas, revueltas y mezcladas con sabor a emociones y miedos.

Durante años me había obligado a nadar en aguas conocidas y recogidas, y a no aventurarme en el mar, porque el oleaje y las mareas me producían vaivenes y mareos a los que ya no estaba habituado. Supongo que me acostumbré a ser un marinero en tierra.

Pero por casualidad, siguiendo a las estrellas, mi camino me llevó de nuevo hasta la orilla del mar, y de nuevo su inmensidad me atrapó entero. Me aterraba pensar que había más peces en el mar, pero me consolé pensando que ya no era un niño, y que era demasiado grande como para hacerme zozobrar otra vez.

Me sumergí en la aventura de las aguas turbias a ciegas, sin saber realmente dónde me estaba metiendo. Y con mi habitual desorientación, me perdí en las profundidades, sin poder elegir el camino correcto para salir.

De repente, me encontré con una sirena que parecía huir de lo que yo creía que era mi meta. Ella me hizo ver que mi camino me llevaba directo al abismo, y me guio a la superficie.

No sé cómo refloté, mientras ella me secaba los miedos con su sal y su sabor. Pero al tiempo que parecía sostenerme para evitar que me hundiera, se aferraba a mí como a los restos del naufragio después de una tormenta. Era una sensación indescriptible, como si a la vez fuera salvavidas y buscara salvarse.

Cuando me estabilizó sobre las olas me acompañó hasta la orilla, y me convirtió en una roca donde guarecerse en caso de tempestad, y donde posarse para descansar. Acto seguido desapareció, y me dejó solo y erguido en la arena, como un faro natural en medio de una playa desierta.

Creí que no volvería a verla, pero el vaivén de las olas la trae cada poco a mi costa.

A veces, al acercarse, me siente frío, y resbala por mi piel como cada gota de esa enormidad marina. En esos momentos, cuando parezco un iceberg, impasible y dispuesto a herirla en la línea de flotación, tirita y se escapa, alegando que ya ha cubierto el cupo de frío en su corazón y en su piel. No la culpo, porque hasta yo quisiera escapar de esa coraza helada en esos momentos.

Pero cuando se acerca a mí y parezco el Mar Caribe, templado, suave y envolvente, se queda un rato más. Me abraza y se posa, absorbiendo mi calor, transmitiéndome el sabor y la calidez de su interior. Al mismo tiempo, cura la erosión que el océano provoca al acariciarme.

Al poco tiempo, se marcha con la promesa de una vuelta con la siguiente marea, y me quedo retenido, observándola, deseando deshacerme en granos de arena para perseguirla y rodearla. Tengo que hacer esfuerzos para aguantar el envite de nuevas oleadas de tristeza, e intento mantenerme firme, a la espera de una nueva visita.

Así espero y deseo un nuevo encuentro. Y aunque soy una roca, no puedo evitar enternecerme como si el agua ya me hubiera dejado hueco por dentro, y esperara que viniera a llenarme otra vez de sal y de sabor a mar...

domingo, 5 de julio de 2015

Por si acaso


Aquí os dejo un relato que me ha salido después de mucho tiempo en la Seca... Por si acaso os gusta...
 Por si acaso
Guardó su número de teléfono en el papel original por si acaso. Ya había “ligado” con ella, había conseguido su teléfono, y no quería nada más que poder fanfarronear de ello con sus colegas. No pensaba llamarla, seguramente ella se olvidaría de él, y le colgaría el teléfono en caso de que se le ocurriera llamarla. Pero no desdeñaba la posibilidad, de todas maneras, de usar ese teléfono en algún momento.
Así que lo guardó en su coche, en un hueco debajo de un plástico que había para guardar música o cosas que tener a mano. Se diría que ni quería ocultarlo mucho, en algún sitio recóndito como la guantera o un hueco más recóndito. Era como el paquete de tabaco que tenía en la guantera, sin tocar, pero siempre a mano por si su ansiedad y su tentación no le daban tregua. Había decidido no resistirse a la tentación en caso de que se le apareciera, y tanto el tabaco como el teléfono los tenía en el hueco más a mano del coche, lugar donde pasaba gran parte del tiempo de soledad, y donde le acuciaban sus pensamientos más oscuros.
De vez en cuando encontraba el papel debajo de la funda del hueco del coche donde esperaba el paquete de tabaco. Al principio sirvió de acicate para pensar en contactar con ella otra vez. De hecho, la chica era guapa, y aunque le había dado el teléfono con la excusa de quedar para un trabajo en grupo, la había considerado agradable, y parecía mostrarse receptiva a un contacto personal. Pero eso solo lo pensaba en momentos de optimismo, y se decía que había tiempo para lanzarse a esa piscina.
Cuando más le apetecía llamarla era cuando se sentía triste y deprimido. En esos momentos querría tenerla cerca porque parecía dispuesta a regalar su mirada y su sonrisa a cualquiera que lo necesitara. Y así se sentía él en esos momentos, como un cualquiera y, sobre todo, como alguien que necesitaba ese regalo, un poco de atención, y que le restregaran un poco de cariño. Adoptaba una actitud chulesca y arrogante con las mujeres, aunque esa pose le duraba hasta quedarse en soledad. En esos momentos era cuando más necesitado se sentía y más vulnerable se mostraba, mirándose a los ojos en el espejo del coche, cuando desearía estar mirando a otros ojos que le devolvieran calor y confianza, en vez de temor y desazón.

“Los que duermen boca abajo no sueñan”. Siempre duermo boca abajo, y antes soñaba. Se ve que el peso de la vida sepultó mis sueños. O quizá soy yo el que los sepulta, entre el sobrepeso y el enojo.
Vivo permanentemente instalado en la melancolía. Intento evitarlo, pero no puedo hacerlo siempre. Más bien, siempre es la palabra que quiero evitar, para tener algún momento en que no se cumpla la expectativa.
Me preguntan a menudo en qué momento me volví tan agrio. Me recuerdo a los vinos que se abren con la buena disposición de ser bebidos, disfrutados entre amigos, y tomados para animar una noche de fiesta. Pero se quedan a la mitad, y los restos se agrian.
Yo me quedé a la mitad en la vida. Los malos tragos los di sin respirar, pero su regusto se quedó en mi paladar. Así que he cambiado mis sueños por despertares con sabor amargo.

Por eso sus dudas alternaban entre las ganas de llamarla, y el miedo a abrirse a alguien desconocido que no podría entender lo que él necesitaba en esos momentos. Si estaba de buen humor, no llamaba porque le parecía algo muy serio como para lanzarse a hacerlo en momentos lúdicos. Si el día se le presentaba como gris de ánimo, el miedo al rechazo le paralizaba las ganas de conocerla. Probablemente ella le tacharía de loco, y no podrían llegar a conectar, por lo que en los momentos bajos tampoco se atrevía a intentarlo.
Precisamente ese hueco en el que aguardaban sus vicios, el tabaco y el papel con el teléfono escrito con caligrafía rápida y limpia, fue el detonante del accidente. Nadie supo nunca a ciencia cierta qué era lo que buscaba en ese hueco, si la hoja o el tabaco, cuando perdió de vista el control del coche, y el golpe fue inevitable aún en lo absurdo de lo cotidiano. El encontronazo dejó sin conocimiento al conductor, que cayó en coma inmediato.
Hace tiempo que no sueño. Ahora duermo de lado, normalmente de cara a la pared. Me pasa desde que duermo en el centro terapéutico. La cama está pegada al muro, y tengo que elegir entre tenerla a la espalda, o de frente. Prefiero tenerla de espaldas, aunque a veces me pongo al revés para centrar la mirada en un punto fijo. Incluso, cuando los pensamientos llegan a marearme, apoyo la frente contra ella, buscando un apoyo físico y emocional, pero solo me devuelve frialdad y me provoca pesadillas que no consigo recordar.
Nunca imaginé que me retirarían el carnet, aunque no me sorprende. Siempre fui un kamikaze al volante, aunque no de esos que conducen de forma temeraria, se saltan límites y semáforos, y utilizan el coche como un instrumento de desahogo de su frustración.
Más bien soy un kamikaze en el estricto sentido de la palabra. Kamikaze de los que sufren su desesperación, y al acrecentarse ésta en el coche, más de una vez han sentido ganas de estamparse contra alguien (quizá contra uno de esos conductores que digo que utilizan la carretera como si fuera suya, y ven al resto como molestos estorbos). Kamikaze de los de acabar con todo de una vez, creyendo hacer así algo bueno por la humanidad.
Por eso no me extraña que, tras un examen médico rutinario, me internaran en un psiquiátrico, me retiraran el carnet, me enviaran a terapia y me exigieran hacer cursos de reeducación de conductores.
Los bomberos fueron rápidos en su labor, y su cuerpo fue trasladado al hospital más cercano. El coche fue remolcado hasta un desguace. Coche y conductor compartieron destino inerte durante un tiempo, y el flujo del olvido se apoderó de ambos. Los familiares del conductor fueron perdiendo la ilusión, y las visitas se espaciaron en el tiempo ante la desesperanza por lo improbable de la recuperación. El coche, por su parte, no sufrió mejor suerte. Las deudas acumuladas por los viajes, la falta de ingresos del comatoso y las necesidades familiares provocaron su venta a un taller de vehículos usados para su reparación y reventa. Algún mecánico estoico decidió quedarse con el paquete de tabaco milagrosamente mantenido en el hueco del salpicadero, y el papel se mantuvo guardado entre el plástico y el hueco durante todo el arreglo.
El tiempo todo lo cura, y el conductor salió del coma meses después. Se sientó mal por lo sucedido, aunque realmente no sabía bien qué había pasado. Sufrió desde entonces amnesia anterógrada que no le permitía recordar lo sucedido en el momento del accidente, así como le provocó dificultades mentales como generar recuerdos desde esa fecha. Intentaría por todos los medios recordar cómo pasó, y qué era eso tan importante que le llevó a apartar su vista de la carretera y perder el control de su coche y de su vida. Por si acaso, se prometió a sí mismo no volver a provocarse esos problemas. Incluso se propuso que otros aprovecharan esa experiencia, y se ofreció voluntario para intervenir en un curso de reeducación de conductores.
Casualidades de la vida, en ese curso está el comprador de su antiguo coche. Esto no sería más que un detalle sin importancia, si no fuera porque el nuevo conductor de su antiguo coche soy yo.  Yo conduzco el coche que él conducía cuando sufrió el accidente. Yo soy el que compró ese coche cuando el taller lo arregló. Yo soy el que encontró el papel con el teléfono en el lugar donde se mantuvo todo el tiempo desde el golpe hasta la primera limpieza del coche. Y yo soy el que llamó a la dueña del teléfono.
Ella me cuenta que le había gustado el chico que le pidió el teléfono, y se sintió mal cuando se enteró de que no volvería a clase porque había tenido un accidente. Pensó en ir a visitarle, pero no creyó conveniente acudir, ya que él había decidido no llamarla. Se sintió tonta pensando por qué él no llamó, y supone que no se acordará de ella aunque la vea.
Ahora yo vengo a darles de nuevo la oportunidad de volver a retomar ese momento donde lo dejaron. Hablando con ella me parece necesario que el tiempo se vuelva flexible, y que las segundas oportunidades se regalen a quien pueda disfrutarlas. Me siento como un celestino de nuevo cuño, y exprimo mi curiosidad y mis ganas presentes de ayudar a los amantes del pasado.
Durante el curso él se muestra seguro y cercano, advirtiendo a los jóvenes conductores a partir de su experiencia, de lo que ha sentido durante este tiempo, de que le gustaría saber qué pasó, y querría volver atrás para evitarlo. Cuando acaba le entrego el papel, le explico quién soy y le animo a que llame sin explicarle lo que descubrí cuando indagué a partir de ese papel.
Hoy vuelvo a dormir boca abajo, ahora no me asustan mis posibles sueños. También me he guardado su nombre y el papel con el teléfono. Me gustaría saber qué pasara, así que lo conservaré, por si acaso.

lunes, 6 de abril de 2015

Siempre


Intento que salgan cosas bonitas... pero no puedo evitarlo siempre...

Siempre

Siempre quise evitar la palabra nunca
            al sentir levitar la muerte en mi nuca.
Siempre soñé hacer lo imprevisible
            y me preñé de dolor invisible.
Siempre fingí ser escritor
            y odié ser conservador.
Siempre puedo borrarme del todo
            no quiero olvidarme del modo.
Siempre evito arriesgar la mayor
            y tardo en llegar a lo mejor
Siempre asumo despacio los duelos
            y sumo desprecio a mis anhelos
Siempre acierto al ponerme en lo peor
            el tuerto que me miró me creyó merecedor.

Siempre disfruto provocando orgasmos
            gusta tu fruto llenando a este asno.
 “Siempre estás con lo mismo.
Siempre lloras ante el abismo”.
Siempre encuentro a alguien que se cansa de mí.
            me dicen que no tengo motivos para sufrir.
Siempre anhelo que me llames a gritos para ir.

Siempre digo que no volveré a escribir.
            aunque queden en la tinta versos por parir.
Siempre recaigo cuando no tengo nada que decir.
Siempre puedo decir que no tengo opción
            aunque tengo opción de huir sin dirección.
Siempre puedo imaginar que no estaré aquí.
            puedo escaparme donde nunca supe vivir

Siempre pueden leerme al revés el porvenir.
Siempre creo que algo, no sé si mejor o peor, está por venir.