Cuento que me surje por las mudanzas, las urgencias, los cambios y los miedos
Sin
techo.
La
encontré una noche merodeando por el barrio. Yo andaba de paseo y me senté en
un banco del parque frente a unos pisos en permanente reforma, con andamios
y telas protectoras. Se sentó a mi lado y pegó la hebra. Era algo mayor que yo,
y se notaba que era guapa, aún oculta bajo la mugre y las capas de ropa.
Me
contó que una vez tuvo una casa como esas de enfrente.
Ella
siempre había vivido en esa casa, y la identificaba con su propio cuerpo. Su
habitación ejercía de cabeza pensante, y la cama de refugio mullido y agradable
donde se fabricaban sus sueños. La cocina era su estómago, donde se alimentaba
y donde ahogaba sus frustraciones entre tazas de café y comida recalentada en
el puchero. El salón era su corazón, donde latían sus libros para evadirse de
la realidad del cemento. En el baño guardaba sus entrañas, y su maquillaje para
disimular sus arrugas, sus lágrimas y lo sucio de su alma, que recorría los
pasillos como un fantasma buscando su lugar. Por las grietas de las ventanas, ya
viejas como ojos colmados de arrugas, veía cómo se le escapaban las ilusiones
como ráfagas de aire que se cuelan por las rendijas.
A la
vista de la Inspección Técnica de Vivencias, o quizás de Viviendas, descubrió
que su casa era demasiado vieja, y que tendría que rehabilitarla o acabarían
declarándola en ruinas.
Así que
se puso manos a la obra. Reformó la cocina, la alicató hasta el techo de
azulejos nuevos, brillantes y que repelían la grasa, en un afán de saneamiento
y adaptación a los nuevos criterios estéticos. Cambió los fogones viejos de gas
propano, que calentaban su estómago con viejas cacerolas, por una vitrocerámica
de última generación y una campana extractora de aire que no escupía hollín
como su vieja chimenea sobre la cocina.
Derribó
tabiques y amplió el salón, dejándolo huérfano de estantes y mezclado con la
habitación, mostrando un espacio amplio y diáfano. Reformó el baño, rascó las
humedades del techo, y sustituyó su viejo espejo roto en una punta y su vieja
bañera por un gran cristal con bombillas y un suelo con desagüe que permitía
limpiar el baño y vaciarse de humedad. Por último, cambió sus viejas ventanas
con persianas enrolladas, de cuerda amarillenta, por unas oscilo-batientes, que
permitían airear la casa por la parte superior sin arriesgarse a abrirlas del
todo, así como aislar la casa de ruidos y fugas de aire del interior.
Al
volver el primer día a casa después de lo que parecía una reforma interminable,
se sintió extraña en su nuevo alojamiento. Sus paredes, antes rugosas y
combadas, siempre habían tenido algo de barriga saliente, sin que a ella le
importara lo torcidas que estuvieran. Al menos, hasta saber que las paredes
redondas no encajan en los muebles nuevos. El caso es que al apoyarse, sintió
que ya no podía recostarse en esas cálidas paredes, y que la
rectitud de las nuevas no se adaptaba a su espalda, algo torcida por el peso de
la vida. Con el tiempo dejó de apoyarse en las paredes al llegar a casa, como quien deja de
palpar su propia piel, al no reconocerla al tacto.
Calentando
la cena, se dio cuenta de que la cocina ya no difuminaba su reflejo, sino que devolvía
su sombra cansada y derrotada por el día. Al pasar los años se convencería de
que la campana extractora funcionaba como un asesino sigiloso, cuya capacidad
de succión aspiraba hasta su espíritu. Acabó siendo esclava de la comida
precocinada, evitando pasar más tiempo del imprescindible en esa fría mazmorra,
como comer con un previo protector de estómago, alicatándolo del sabor y las
especias para evitar úlceras.
Intentando
huir del silencioso rugir de su interior, se precipitó al salón, que se le
antojó inmenso. Invadió su cuerpo el horror vacui, e intentó imaginar las
paredes vacías llenas de sus antiguos libros. Ahora dormían apilados en cajas en una
esquina, como enjaulados, sin posibilidad de aletear sus letras para espantar
los males que la acechaban. Esas cajas fueron reduciéndose en número con el
paso de los años, al ser regaladas o apiladas en el trastero, tan lejos como
para que su visión no reprochara el abandono al que sometió a cada obra. Algo
así como un trasplante para evitar el soplo o la arritmia que marca el
destiempo de un corazón al que le falta algo, ya sea el amor, o el calor
humano.
Trató
de decirse a sí misma que no era racional, que todo se arreglaría y disfrutaría
su vida más ordenada, con más claridad y más espacio. Pero al buscar la puerta
de su habitación, vio sólo otro hueco, donde ahora se encontraba un sofá cama,
y ahogó un sollozo. Su reducto más cerebral, la rampa de lanzamiento hacia
otros mundos más amables, se había visto reducida a una esquina hueca e
insustancial, como una mente mecanizada y llena de ideas banales que desvían el
entendimiento de las cosas importantes, para centrarse en detalles absurdos.
Terminó
por refugiarse en el baño. Afloraron sus emociones y el espejo, que ya no
estaba roto, devolvió sin embargo una imagen quebrada de sí misma, desencajada
del marco de su propia imagen. Al no tener el reducto de su bañera para
refugiarse, se deslizó hasta el suelo, y se consumió en lágrimas que no
tardaron en arremolinarse alrededor del desagüe. Las humedades del baño
volverían a aparecer periódicamente, como si de un mecanismo inconsciente se
tratara, al modo de las entrañas que se resienten ante el paso de la edad y el
maltrato recibidos, algo así como las lágrimas guardadas y no derramadas que
encharcan el ánimo de forma crónica.
Quiso
abrir las ventanas para airear la casa y sus miedos, pero al no estar
familiarizada con el mecanismo, no pudo abrirlas. Agobiada, sin aire, tuvo que salir de casa, y pasó la noche deambulando. Con el pasar de los años,
vería que el hermetismo de sus ventanas la aislaba del aire fresco y de los susurros
de la ciudad, privándola del contacto con el exterior. De ahí que sus humedades
se reprodujeran, el alma fuera succionada por el extractor de humos, y sus latidos
y sus pensamientos se vaciaran dentro de una estructura moderna y
adaptada a las normas de habitabilidad vigentes. Eso sí, convirtiéndose en
inhabitable, como su vida.
Por eso
era una sin techo, me dijo. El único consuelo que la llenaba ahora era no tener
un techo, deambular sin rumbo fijo y mirar las estrellas todas las noches.
Me
despedí, y me marché a casa. No pude evitar sacudir la cabeza ante la locura
humana, como tampoco que un escalofrío recorriera mi espalda cuando recordé
cuánto se parecía la descripción de su casa a la mía.