jueves, 26 de septiembre de 2013

Sueños involuntarios



Siguiendo con los sonetos, aún sin querer... Es lo que tienen los sueños...

Sueños involuntarios

Dicen que estornudar y toser
son gestos reflejos, involuntarios,
como bostezar, parpadear, respirar,
como humedecerse los labios.

Movimientos y actos instintivos.
A mí querer me sale sin querer
y querer sin filtro es mi distintivo.
Es reflejo, aún sabiendo que va a doler.

Espontáneo, irreflexivo e inconsciente
es abrazar la almohada y soñarme envuelto
a ella, y quererla soñar eternamente.

Quererla en sueños y si te he visto, me acuerdo.
Querer soñar despierto y querer realmente
desvestirla en los sueños en que me remuerdo.


Pd: Esto viene de los sueños que me asaltan, y de algo que leí por ahí... "Si vas a estar rondando mis sueños todo el día, al menos vístete"

martes, 24 de septiembre de 2013

Haber llorado



Últimamente leo sonetos de artistas a los que les rebosa el talento en versos... A mí solo me sale esto...

Haber llorado

Así que esto era el meollo de la vida
un premio de consolación honorífico,
un depredador que abre tu herida
y te vuelve depresivo y terrorífico.

Al menos nos debe quedar la certeza
de haber luchado por lo que creímos,
de haber usado la razón y la fuerza
para vivir y matar mientras morimos.

Suena a poco, pero es lo que hay
palos de ciego y balas al viento.
Pensad lo que hacéis y adónde vais.

Al menos que no os queme más el aliento
que el último suspiro, el último ¡ay!
por no haber, ni siquiera, llorado a tiempo.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Sin techo


Cuento que me surje por las mudanzas, las urgencias, los cambios y los miedos 

Sin techo.

La encontré una noche merodeando por el barrio. Yo andaba de paseo y me senté en un banco del parque frente a unos pisos en permanente reforma, con andamios y telas protectoras. Se sentó a mi lado y pegó la hebra. Era algo mayor que yo, y se notaba que era guapa, aún oculta bajo la mugre y las capas de ropa.

Me contó que una vez tuvo una casa como esas de enfrente.

Ella siempre había vivido en esa casa, y la identificaba con su propio cuerpo. Su habitación ejercía de cabeza pensante, y la cama de refugio mullido y agradable donde se fabricaban sus sueños. La cocina era su estómago, donde se alimentaba y donde ahogaba sus frustraciones entre tazas de café y comida recalentada en el puchero. El salón era su corazón, donde latían sus libros para evadirse de la realidad del cemento. En el baño guardaba sus entrañas, y su maquillaje para disimular sus arrugas, sus lágrimas y lo sucio de su alma, que recorría los pasillos como un fantasma buscando su lugar. Por las grietas de las ventanas, ya viejas como ojos colmados de arrugas, veía cómo se le escapaban las ilusiones como ráfagas de aire que se cuelan por las rendijas.

A la vista de la Inspección Técnica de Vivencias, o quizás de Viviendas, descubrió que su casa era demasiado vieja, y que tendría que rehabilitarla o acabarían declarándola en ruinas.

Así que se puso manos a la obra. Reformó la cocina, la alicató hasta el techo de azulejos nuevos, brillantes y que repelían la grasa, en un afán de saneamiento y adaptación a los nuevos criterios estéticos. Cambió los fogones viejos de gas propano, que calentaban su estómago con viejas cacerolas, por una vitrocerámica de última generación y una campana extractora de aire que no escupía hollín como su vieja chimenea sobre la cocina.

Derribó tabiques y amplió el salón, dejándolo huérfano de estantes y mezclado con la habitación, mostrando un espacio amplio y diáfano. Reformó el baño, rascó las humedades del techo, y sustituyó su viejo espejo roto en una punta y su vieja bañera por un gran cristal con bombillas y un suelo con desagüe que permitía limpiar el baño y vaciarse de humedad. Por último, cambió sus viejas ventanas con persianas enrolladas, de cuerda amarillenta, por unas oscilo-batientes, que permitían airear la casa por la parte superior sin arriesgarse a abrirlas del todo, así como aislar la casa de ruidos y fugas de aire del interior.


Al volver el primer día a casa después de lo que parecía una reforma interminable, se sintió extraña en su nuevo alojamiento. Sus paredes, antes rugosas y combadas, siempre habían tenido algo de barriga saliente, sin que a ella le importara lo torcidas que estuvieran. Al menos, hasta saber que las paredes redondas no encajan en los muebles nuevos. El caso es que al apoyarse, sintió que ya no podía recostarse en esas cálidas paredes, y que la rectitud de las nuevas no se adaptaba a su espalda, algo torcida por el peso de la vida. Con el tiempo dejó de apoyarse en las paredes al llegar a casa, como quien deja de palpar su propia piel, al no reconocerla al tacto.

Calentando la cena, se dio cuenta de que la cocina ya no difuminaba su reflejo, sino que devolvía su sombra cansada y derrotada por el día. Al pasar los años se convencería de que la campana extractora funcionaba como un asesino sigiloso, cuya capacidad de succión aspiraba hasta su espíritu. Acabó siendo esclava de la comida precocinada, evitando pasar más tiempo del imprescindible en esa fría mazmorra, como comer con un previo protector de estómago, alicatándolo del sabor y las especias para evitar úlceras.

Intentando huir del silencioso rugir de su interior, se precipitó al salón, que se le antojó inmenso. Invadió su cuerpo el horror vacui, e intentó imaginar las paredes vacías llenas de sus antiguos libros. Ahora dormían apilados en cajas en una esquina, como enjaulados, sin posibilidad de aletear sus letras para espantar los males que la acechaban. Esas cajas fueron reduciéndose en número con el paso de los años, al ser regaladas o apiladas en el trastero, tan lejos como para que su visión no reprochara el abandono al que sometió a cada obra. Algo así como un trasplante para evitar el soplo o la arritmia que marca el destiempo de un corazón al que le falta algo, ya sea el amor, o el calor humano.

Trató de decirse a sí misma que no era racional, que todo se arreglaría y disfrutaría su vida más ordenada, con más claridad y más espacio. Pero al buscar la puerta de su habitación, vio sólo otro hueco, donde ahora se encontraba un sofá cama, y ahogó un sollozo. Su reducto más cerebral, la rampa de lanzamiento hacia otros mundos más amables, se había visto reducida a una esquina hueca e insustancial, como una mente mecanizada y llena de ideas banales que desvían el entendimiento de las cosas importantes, para centrarse en detalles absurdos.

Terminó por refugiarse en el baño. Afloraron sus emociones y el espejo, que ya no estaba roto, devolvió sin embargo una imagen quebrada de sí misma, desencajada del marco de su propia imagen. Al no tener el reducto de su bañera para refugiarse, se deslizó hasta el suelo, y se consumió en lágrimas que no tardaron en arremolinarse alrededor del desagüe. Las humedades del baño volverían a aparecer periódicamente, como si de un mecanismo inconsciente se tratara, al modo de las entrañas que se resienten ante el paso de la edad y el maltrato recibidos, algo así como las lágrimas guardadas y no derramadas que encharcan el ánimo de forma crónica.

Quiso abrir las ventanas para airear la casa y sus miedos, pero al no estar familiarizada con el mecanismo, no pudo abrirlas. Agobiada, sin aire, tuvo que salir de casa, y pasó la noche deambulando. Con el pasar de los años, vería que el hermetismo de sus ventanas la aislaba del aire fresco y de los susurros de la ciudad, privándola del contacto con el exterior. De ahí que sus humedades se reprodujeran, el alma fuera succionada por el extractor de humos, y sus latidos y sus pensamientos se vaciaran dentro de una estructura moderna y adaptada a las normas de habitabilidad vigentes. Eso sí, convirtiéndose en inhabitable, como su vida.


Por eso era una sin techo, me dijo. El único consuelo que la llenaba ahora era no tener un techo, deambular sin rumbo fijo y mirar las estrellas todas las noches.

Me despedí, y me marché a casa. No pude evitar sacudir la cabeza ante la locura humana, como tampoco que un escalofrío recorriera mi espalda cuando recordé cuánto se parecía la descripción de su casa a la mía.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Ya está bien


A ver si es verdad...

Ya está bien

Ya está bien de nostalgias.
Todos los septiembres
es lo mismo.
Nací nostálgico,
así que tengo
que barnizarme
periódicamente
de amnesia y cinismo
para no vivir
eternamente en lo ocurrido
y con lo pasado,
no tendría presente
ni ganas de futuro.

Sigo empeñado
en que pase el tiempo
sin saber para qué...
No espera nada más adelante,
apenas octubre,
refugios, cambios, ilusiones
de saltos de estación,
de cambalaches, mudanzas
de vía y de dirección.

Me empeñaré
en volver a clase
como un alumno
aplicado y rebelde.
Intentaré que el trabajo
no sea el lastre
o la excusa
para ser
infeliz y miserable.
Y me olvidaré
de mis soledades
en la medida de lo posible.

Ya está, bien,
ahora me lo tengo
que creer.