¿Cuándo?
… Lo sé, sé que en mi carta les
prometía que me suicidaría. Que no sabía cuándo, pero lo haría. Ese cuándo que
me sigue como reptando, como la desdicha que me hizo plantearme a la bicha.
Siempre pensé que sería feliz,
pero no sabía cuándo. De pequeño supuse que sería cuando creciera, y cuando
crecí, supuse que lo sería cuando volviera a ser niño. Pensé que sería feliz
cuando el estudio acabara, cuando la lectura fuera mi vida, cuando la psicología
me curara, o cuando un trabajo me durara.
En general, suponía que sería
cuando me enamorara, y después de sentirlo, supuse que sería cuando ella me
correspondiera. Al sentir el amor, pensé que lo sería cuando cada mañana me
despertara a su lado. Al sufrir los dolores del amor, sentí que sería feliz
cuando pasaran. Cuando, harto de sufrir, hui del amor, pensé que cuando me
alejara sería cuando volviera a ser feliz, y cuando se acabó el amor, supliqué
no sentir nada para que, de vez en cuando, pasara el dolor.
De ahí que, tras una vida de
penurias, más por la propia percepción que por las desgracias reales que
hubiera sufrido, escribiera y retransmitiera esa carta. Supuse que ya sabía
cuándo sería ese cuando, y que en el último momento descubriría que ese cuándo
era cada momento en que había estado vivo, que había sido feliz, sin saberlo,
cuando había sentido… Y que en ese preciso instante me preguntaría cuándo me
volví tan loco como para pensar que esa sería la solución… Pero ahora, no sé si
podré, ni cuándo…
Y es que tengo que olvidarme de
sus pestañas. Como si fueran telarañas, sus pestañas me atrapan al batirse como mariposas. Me
envuelven en el torbellino que genera el aire de sus parpadeos, y el caos
inunda mi interior, ventilado hasta huracanarse.
Debería olvidarme de esos
parpadeos, y peor, de sus ojos. Sus ojos de medusa que me dejan de piedra con
cada aleteo, y que no sé si prefiero ocultos tras sus párpados, generándome la
ansiedad de saber si volverán a fijar su vista en mí, o abiertos, refulgentes,
descargando jirones de relámpagos sobre mi vista cansada, miope y finalmente
ciega a otra cosa que no sean los destellos de sus pupilas. Debo
aprender a olvidarme de esas pestañas apoyadas en sus pómulos, marcando el código de barras de mi perdición, esas pestañas, que adornan esos párpados, que ocultan
esos ojos. Pero, como siempre, no sé cuándo…
Por eso no pude hacerlo, ni sé si
lo haré, ni cuándo. Pregúntenle a ella…