Perdonen las ausencias... Llevo meses sin escribir. Pero no quería acabar el año sin regalar a los inocentes este cuento de piratas... Espero que les guste
El capitán revisó las pocas pertenencias de su barco. Hacía tiempo que se había quedado sin provisiones, aunque nunca le importó pasar unos días sin comer. Le hacía más daño que se estuviera acabando el ron, que si bien era un castigo para su hígado ya maltrecho, siempre curaba sus dolores de cabeza, ya fuera preocupaciones o migrañas.
Al salir a cubierta vio su
pequeño navío bamboleándose frente a la tormenta. Él ya ni lo notaba, era de
esos viejos lobos de mar que se mareaban en tierra, y notaban el suelo más
firme cuando seguía el compás de las olas. Seguía teniendo a la vista la isla,
y de vez en cuando refulgía ese destello que iba siguiendo.
Tiempos lejanos eran aquellos en
que, siendo un grumete, recibió como herencia de un viejo bucanero, enrolado
como marinero en un carguero, la intención de seguir la ruta de un tesoro
perdido. Sí, de esos de los de mapa con equis roja marcada a veinte pasos de
una palmera sin cocos en una isla en forma de calavera.
Toda su vida había sido marino, y
había buscado en playas y arrecifes un botín que le retirara de la vida pirata
y le hiciera echar el ancla. Había participado en labores más o menos decentes,
desde secuestros de yates de millonarios hasta expediciones en pos de buques
hundidos.
Sin embargo, su herencia aún
estaba pendiente de cobrarse. En cuanto reunió algo de dinero y no lo gastó en
los puertos con gentes de mal vivir, se hizo con un velero que podía ser
pilotado por un solo hombre, y soltó amarras en pos de su tesoro. Según las
indicaciones del viejo marino, debía buscar una isla con lagos gemelos,
promontorios abruptos y una cueva de la que saliera un fulgor perceptible a
distancia.
Muchas pistas le habían llevado a
laberintos sin salida, otras eran direcciones equivocadas, y las más de las
veces eran rumores de viejas morsas chismosas de tabernas portuarias. Hubo
quien le propuso relevarle en el timón, incluso alguna loca que se ofreció a
ser su compañera de aventuras. Siempre rechazó compañía alguna, entre el recelo
por perder su parte del botín, y sobre todo su soledad, que tanta compañía le
hacía.
La última pista que había
recibido, sin embargo, le supuso una nueva ilusión. Ya viejo y cansado, no
evitó, sin embargo, que le embriagara la calidez de una nueva aventura. Partió
con el rumbo aconsejado, inmerso en las fantasías de un botín encontrado, de
riqueza y fortuna recogidas al final de su vida, y de un retiro dorado. La
verdad es que su sueño era parecido al vagabundeo marino que practicaba, pero
sin los problemas de dinero que le surgían periódicamente por sus compañías
habituales, amores de saldo y ron con tapón de corcho.
A través de la tormenta que
amenazaba con tumbar su escuálida embarcación, con las velas arriadas y el alma
desafiante a la tempestad, el viejo lobo de mar seguía sujeto al timón, con la
vista fija en el horizonte, descubriendo a ratos el fulgor que le alimentaba la
esperanza y le iluminaba el ánimo. Sabía que bien podía ser un incendio
provocado por un rayo, o el mismo reflejo de relámpagos lejanos en las olas,
aguas revueltas crean ilusiones difusas. Pero siguió con rumbo fijo, lanzando
su chalupa contra los muros de agua.
La tempestad arreciaba. Una ola
como un galeón barrió la cubierta del frágil bajel. Las maderas crujían, el
timón amenazaba con partirse y el mástil parecía a punto de despedazarse y
hundirse. Varias veces se vio tentado de abandonarse a su suerte y a la
decisión de la tormenta, pero era
difícil tumbar la intención del viejo, cabezota y sin nada que perder.
Sin que amainara el vendaval, el
capitán encalló en la playa de una isla con aspecto similar a la mencionada por
el viejo marino. Arrastró cuanto pudo su barcaza hacia el interior, y durmió en
su escueto camarote apoyado en la arena, que curiosamente notaba bamboleante y
le mareaba.
Amanecido un día soleado, inició
el camino hacia el interior de la isla. No tardó en encontrar dos lagos que
parecían reflejados en un espejo, de aguas azules y cristalinas donde se
sumergió, y apagó su sed. Siguiendo camino al sur, encontró los montes mencionados,
que escaló a veces, y rodeó otras, hasta proseguir camino cuesta abajo. De la
caverna seguía saliendo un reflejo centelleante, como una llama que amenazaba
con apagarse, y sin embargo volvía a refulgir.
Al llegar a la cueva, se internó
y no le fue difícil sabe dónde ponerse a cavar una pared de arena con huecos a
modo de pequeñas cavernas. Usó sus propias manos para arañar la tierra húmeda,
hasta que desenterró un cofre con manos temblorosas.
Suspiró, y se preparó a recordar
el momento. El cofre tenía un agujero mínimo, por donde se observaba el
destello que había buscado toda su vida, y que le había ido guiando en esa
aventura.
Al abrir el cofre, se encontró con
un espejo a la altura del agujero que le devolvía su imagen. Enganchado a la
parte inferior una nota doblada esperaba ser leída quién sabe durante cuánto
tiempo. El capitán ardió de rabia, sus ojos llameaban ante la broma que le
había tenido media vida navegando.
Abrió la nota, y leyó en
caracteres antiguos “Dentro de este cofre no hallarás ningún tesoro. Sin
embargo, si has sido capaz de ver el reflejo a través del cofre, en la
distancia y en el tiempo, has de saber que tu búsqueda no ha sido en vano. Ese
reflejo no es más que el destello de vida que refleja tu mirada ante la ilusión
de una aventura por vivir. Solo los que tienen ilusión pueden seguir ese
reflejo. Solo a los que les brilla la mirada pueden ver ese destello”.