miércoles, 27 de noviembre de 2013

"Mal de escuela"

Hoy no cuento yo, quería recomendar algo... Para cualquiera que tenga alguna relación con la enseñanza, "Mal de escuela", de Daniel Pennac, es un libro imprescindible... Una inyección de cruda realidad, escrita por quien fue un "alumno zoquete", y ha llegado a ser profesor y escritor de éxito. El libro muestra una cruda realidad, la de la enseñanza, sí, pero también muestra toneladas de moral, y de amor por la docencia... Sí, sí, de amor, aunque suene cursi... El libro lo recomendó Carmen, una profesora del Máster de Formación del Profesorado que estoy cursando, y me lo prestó Nerea, una compañera que además de pedagoga de sonrisas va a ser una orientadora "genial", usando sus propias palabras... :). Me ha recordado mucho a profes y profas que tuve, como la sita María, o Cuca, o Pedro Tenorio, o Jose Angel Medina... Gente que, a lo que sabían, fuera mucho o más, añadían una pasión imprescindible para este trabajo... Lo dicho, os lo recomiendo encarecidamente. Para muestra, un botón...

"Me ha visto entrar por el rabillo del ojo. Ni se inmuta. Sabe que nunca la molesto por una nadería y que, si me lo permito, pocas veces es para anunciarle una buena noticia. Me dirijo sin hacer ruido hacia su mesa, me inclino a su oído y susurro mis argumentos de venta:
- Quince años y ocho meses, repite curso, perdió el hábito de trabajar hace unos diez años, expulsado por innumerables motivos, detenido el mes pasado en el metro por tráfico de chocolate, madre desaparecida, padre irresponsable, ¿te interesa?
-...
La señorita G. sigue sin mirarme, contempla a sus ovejas, se limita a asentir con la cabeza:
- Con una condición -murmura sin ni siquiera mover los labios.
- ¿Cuál?
- Que no me pidas que te dé las gracias.
¡Oh, mi tan británica señorita G., ese silencioso asentimiento es uno de mis mejores recuerdos de profesor! Fue en Marivaux, en Marivaux, ¿me oyen?, no en uno de sus libros piadosos, ¡en Marivaux!, donde encontré la frase que, secretamente, debería servirle de divisa: "En este mundo hay que ser demasiado bueno para serlo bastante".
Si añado que lograste llevar a aquel muchacho hasta el examen de bachillerato, habré dicho algo, poco, sobre los efectos de semejante bondad."

lunes, 11 de noviembre de 2013

Negativo


Negativo

Siempre vivió contenido y comedido. En todos los aspectos, ante el ofrecimiento de la vida entre lo positivo y lo negativo, siempre se quedó con lo segundo. Supongo que tendría que ver con su profesión, ya que ejerció como fotógrafo muchos años. Siempre me dijo que prefería la oscuridad de su cuarto oscuro, incluso se extasiaba mirando los negativos de sus fotos, lo prefería a observar las imágenes con sus luces y colores habituales.

Ese estilo de supervivencia lo aplicaba a todos los aspectos de su vida. Le gustaban sus relojes, tenía una bonita colección, pero nunca se ponía ninguno por miedo a que se rompieran. “Además -se convencía-, no los soporto, me presionan la muñeca, me marcan demasiado”. Y era verdad, cuando se ponía un reloj lo miraba constantemente, y se hacía esclavo del ritmo del tiempo, de sus latidos, se le pegaba el tic tac a la piel y a la vida. Intentó hacer alguna vez una foto a algún reloj y colgarlo en la pared, pero la idea de detener el tiempo le resultaba turbadora.

Las flores le producían un raro efecto, pues le parecían delicadas y atrayentes, pero sentía una inmensa tristeza al cortarlas y confeccionar jarrones con ellas. Algunos ramos fueron modelos de bellas fotografías, pero apenas obtenía los negativos, los destruía. Le desolaba pensar que esos colores que él, con el ojo de experto, ya intuía en su color contrario, reflejaran sin embargo la muerte de unas pobres plantas coloridas arrancadas de la tierra para el disfrute visual.

En lo que se refiere a sus relaciones, la cosa no cambiaba. Cuando encontraba una llamada perdida (qué oscuro el término, contactos extraviados en el limbo de la comunicación) en su teléfono móvil, temía que hubiera sucedido algo malo. Le atemorizaba hacer nuevas amistades, y también decepcionar a los viejos amigos, así que se mantenía lo más alejado posible de cualquier interacción social. Cuando le invitaban a un encuentro ponía cualquier excusa para no ir. Si no tenía más remedio que aceptar, llegado el momento no acudía, o bien se escabullía a las primeras de cambio, en cuanto el alcohol y la música turbaban un poco el ambiente. Algunos amigos describían sus desapariciones como efectos de magia, negra por supuesto. Hasta una buena amiga bautizó su forma de escabullirse como “la táctica del calamar pulpo”, soltando tinta negra para escapar.

Sus parejas habían sido escasas, y su corazón se había nutrido más de amores platónicos que de otra cosa. Cuando alguien le hacía perder el sueño, dedicaba a esa persona toda su atención durante un tiempo, hasta convencerse de la imposibilidad de alcanzarla. Le gustaba fotografiar sonrisas, pero, al igual que con las flores, las contemplaba taciturno, pensando que esas bocas no le sonreían a él, ni seguramente tendrían ya motivos para sonreír. No es que sufriera más que nadie, sólo que él ni siquiera veía lo positivo de estar enamorado, o de encontrarse con una sonrisa dedicada.

Sólo veía lo malo de sí mismo y de las posibilidades de felicidad, así que no se esforzaba en conseguirla. Si algo, en algún momento y de forma casual, le hacía llegar a ese estado, aunque fuera por un corto periodo de tiempo, se consumía pensando que no duraría. “Y más dura será la caída”, se planteaba para rebajar sus expectativas. Y lo conseguía, porque al cabo de un tiempo, su existencia tornaba a la monotonía y al desengaño, a la soledad, y a sus negativos.

Un día creyó conocer a alguien nuevo. Avisado ya por la experiencia y por las fotos, testigos mudos de sus fracasos, no prestó en principio demasiada atención a la recién llegada. De hecho, ya la conocía, pero no la recordaba. Acostumbrado a olvidar caras, sonrisas y personas, posturas estándar y miradas luminosas, pensó que en algún momento se acordaría.

Era una maestra de la fotografía, y le enseñó la vieja técnica del ambrotipo, un proceso fotográfico que crea una imagen positiva directa, y que aparece como negativo sobre fondo blanco, y por el contrario sobre un fondo negro se aprecia como positivo. Con la táctica del ambrotipo le desarmaba en cualquier discusión en que él mantuviera su obcecación de ver lo negativo. Y pasó. Ella entró en su vida como un torbellino. Se puso un reloj suyo cada día, le regaló un ramo colorido de flores de plástico, le prohibió soltar bombas de humo y utilizar la táctica del “calamar pulpo”. Se autoproclamó musa de todos sus desvaríos, y se erigió en modelo de todas sus fotografías, interponiendo su sonrisa ante cualquier imagen.

No sé quién era ella, nunca reveló esos negativos. Al poco tiempo de llegar desaparecieron los dos, y no dejaron notas, ni fotos. De vez en cuando me llega un rollo por correo, pero no me atrevo a revelarlo. Para ti dejo el final de este cuento. Yo no quiero ser negativo.