lunes, 29 de diciembre de 2014

La isla sin tesoro

Perdonen las ausencias... Llevo meses sin escribir. Pero no quería acabar el año sin regalar a los inocentes este cuento de piratas... Espero que les guste

La isla sin tesoro

El capitán revisó las pocas pertenencias de su barco. Hacía tiempo que se había quedado sin provisiones, aunque nunca le importó pasar unos días sin comer. Le hacía más daño que se estuviera acabando el ron, que si bien era un castigo para su hígado ya maltrecho, siempre curaba sus dolores de cabeza, ya fuera preocupaciones o migrañas.

Al salir a cubierta vio su pequeño navío bamboleándose frente a la tormenta. Él ya ni lo notaba, era de esos viejos lobos de mar que se mareaban en tierra, y notaban el suelo más firme cuando seguía el compás de las olas. Seguía teniendo a la vista la isla, y de vez en cuando refulgía ese destello que iba siguiendo.

Tiempos lejanos eran aquellos en que, siendo un grumete, recibió como herencia de un viejo bucanero, enrolado como marinero en un carguero, la intención de seguir la ruta de un tesoro perdido. Sí, de esos de los de mapa con equis roja marcada a veinte pasos de una palmera sin cocos en una isla en forma de calavera.

Toda su vida había sido marino, y había buscado en playas y arrecifes un botín que le retirara de la vida pirata y le hiciera echar el ancla. Había participado en labores más o menos decentes, desde secuestros de yates de millonarios hasta expediciones en pos de buques hundidos.

Sin embargo, su herencia aún estaba pendiente de cobrarse. En cuanto reunió algo de dinero y no lo gastó en los puertos con gentes de mal vivir, se hizo con un velero que podía ser pilotado por un solo hombre, y soltó amarras en pos de su tesoro. Según las indicaciones del viejo marino, debía buscar una isla con lagos gemelos, promontorios abruptos y una cueva de la que saliera un fulgor perceptible a distancia.

Muchas pistas le habían llevado a laberintos sin salida, otras eran direcciones equivocadas, y las más de las veces eran rumores de viejas morsas chismosas de tabernas portuarias. Hubo quien le propuso relevarle en el timón, incluso alguna loca que se ofreció a ser su compañera de aventuras. Siempre rechazó compañía alguna, entre el recelo por perder su parte del botín, y sobre todo su soledad, que tanta compañía le hacía.

La última pista que había recibido, sin embargo, le supuso una nueva ilusión. Ya viejo y cansado, no evitó, sin embargo, que le embriagara la calidez de una nueva aventura. Partió con el rumbo aconsejado, inmerso en las fantasías de un botín encontrado, de riqueza y fortuna recogidas al final de su vida, y de un retiro dorado. La verdad es que su sueño era parecido al vagabundeo marino que practicaba, pero sin los problemas de dinero que le surgían periódicamente por sus compañías habituales, amores de saldo y ron con tapón de corcho.

A través de la tormenta que amenazaba con tumbar su escuálida embarcación, con las velas arriadas y el alma desafiante a la tempestad, el viejo lobo de mar seguía sujeto al timón, con la vista fija en el horizonte, descubriendo a ratos el fulgor que le alimentaba la esperanza y le iluminaba el ánimo. Sabía que bien podía ser un incendio provocado por un rayo, o el mismo reflejo de relámpagos lejanos en las olas, aguas revueltas crean ilusiones difusas. Pero siguió con rumbo fijo, lanzando su chalupa contra los muros de agua.

La tempestad arreciaba. Una ola como un galeón barrió la cubierta del frágil bajel. Las maderas crujían, el timón amenazaba con partirse y el mástil parecía a punto de despedazarse y hundirse. Varias veces se vio tentado de abandonarse a su suerte y a la decisión de la tormenta,  pero era difícil tumbar la intención del viejo, cabezota y sin nada que perder.

Sin que amainara el vendaval, el capitán encalló en la playa de una isla con aspecto similar a la mencionada por el viejo marino. Arrastró cuanto pudo su barcaza hacia el interior, y durmió en su escueto camarote apoyado en la arena, que curiosamente notaba bamboleante y le mareaba.

Amanecido un día soleado, inició el camino hacia el interior de la isla. No tardó en encontrar dos lagos que parecían reflejados en un espejo, de aguas azules y cristalinas donde se sumergió, y apagó su sed. Siguiendo camino al sur, encontró los montes mencionados, que escaló a veces, y rodeó otras, hasta proseguir camino cuesta abajo. De la caverna seguía saliendo un reflejo centelleante, como una llama que amenazaba con apagarse, y sin embargo volvía a refulgir.

Al llegar a la cueva, se internó y no le fue difícil sabe dónde ponerse a cavar una pared de arena con huecos a modo de pequeñas cavernas. Usó sus propias manos para arañar la tierra húmeda, hasta que desenterró un cofre con manos temblorosas.

Suspiró, y se preparó a recordar el momento. El cofre tenía un agujero mínimo, por donde se observaba el destello que había buscado toda su vida, y que le había ido guiando en esa aventura.

Al abrir el cofre, se encontró con un espejo a la altura del agujero que le devolvía su imagen. Enganchado a la parte inferior una nota doblada esperaba ser leída quién sabe durante cuánto tiempo. El capitán ardió de rabia, sus ojos llameaban ante la broma que le había tenido media vida navegando.

Abrió la nota, y leyó en caracteres antiguos “Dentro de este cofre no hallarás ningún tesoro. Sin embargo, si has sido capaz de ver el reflejo a través del cofre, en la distancia y en el tiempo, has de saber que tu búsqueda no ha sido en vano. Ese reflejo no es más que el destello de vida que refleja tu mirada ante la ilusión de una aventura por vivir. Solo los que tienen ilusión pueden seguir ese reflejo. Solo a los que les brilla la mirada pueden ver ese destello”.